Porque eso es todo lo que tengo
que decirte: gracias, gracias. Sí, desde la altura de mis sesenta y nueve
años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable cordillera
de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu
misericordia sobre mí. No ha existido una hora en que no haya experimentado
tu presencia, tras una nueva caída estabas tú para levantarme, y nunca hubo
un lugar en mi corazón para el odio, la queja ni la envida, pasaba la hoja y
empezaba de nuevo con amor.
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad. Porque -aparte de que yo no soy más importante que nadie- toda mi vida es testimonio de dos cosas: en mis sesenta y nueve años he sufrido no pocas veces de manos de los compañeros, de trabajo, de los amigos, de miembros de la familia hombres que se han cruzado en mi vida profesional. De ellos he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones. Pero jamás me e sentido solo, y me he repuesto enseguida y me he sentido apoyado con personas que me han dado su cariño. Porque estabas Tu, y contaba con el cariño de mi mujer, mis hijos y mis hermanas, amigos y familias. Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en la familia humana. El de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas recibidos serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente. Nací en un pueblo humilde de familia trabajadora, y fui elegido para recibir mi primeros estudio en un colegio de Padres franciscanos, interno, donde aprendí el valor del amor a Dios y a los demás, a servir sin espera nada a cambio, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades? Y, además, tú me bañaste en el don de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas. Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás me aterrorizaron con tu nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el correr de las horas. Pero fue Tu deseo que mi destino no estuviese entre muros, y a los pocos años regrese a casa con mis queridos padres. Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me diste. Supongo que fue absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido sólo por tener los padres y hermanas que tuve. Todos fueron testigos vivos de la presencia del amor que yo sentía por ellos. Porque Tu así lo quisiste mis padres fueron trasladados a Cádiz, empezamos una nueva vida, nos distes una nueva hermana que nos unió mas aun y el amor que se vivía en la familia creció y nos unió mas aun, darte gracias por todo, por muy poco que fuera nos parecía mucho. Desde entonces amarte -y amar, por tanto, a todos y a todo- me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte. Lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá hacia, a la hora de comer me sabían a gloria.
Fui creciendo, trabajando y adquiriendo conocimientos profesionales, no
fui muy bueno para los estudios, pero me gustaba tanto leer, y sobretodo
libros que me recordaran que Tú estabas hay, y que siempre contaría contigo estuviera
donde estuviera. Gracias a todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al
decirlo- ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un
valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a
contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con
normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras,
sino sólo un tanto grises.
A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes. Yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a tener la impresión que en ese momento tendré, las manos vacías, porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo siento. Pero ¿qué hago yo si a mi no me has abandonado nunca? Pero yo si te he abandonado muchas veces.
Me pusiste al servicio de un Caballero un hombre santo Escritor, poeta,
padre de familia, humano, creyente y miembro del Opus Deis, me lo pusiste fácil,
el asistir a los Círculos, a los Retiros, a la Misa diaria, la Santa confesión;
como tenia que acompañarlo, pues era su chofe y ayuda de Cámara, me estabas invitando
a que regresara a Ti, y abrazara de nuevo ese amor que Tu siempre me habías
dado. Y lo acepte, ingrese como Socio del Opus Dei, y Pite el 08/06/1972,
realice la Admisión y la Oblación. A veces me avergüenzo pensando que me
moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber
tenido yo mi agonía de Getsemaní. Pero es que tú -no sé por qué- jamás me
sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez --en mis sueños heroicos- he
pensado que me habría gustado tener fuerzas para superar las crisis pero me
han superado.
El 19/03/1993 una fuerte crisis me aparto de la Obra no esta, claro, la razón,
El pecado ha puesto su guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué
profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura
he podido experimentar plenamente la llama negra del mal de tanta luz como tú
mantenías a mi lado. En la miseria, he seguido siendo tuyo. Y hasta me parece
que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo.
Málaga 22 de Agosto del 2012
Antonio Hurtado Moya
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