Textos de BENEDICTO XVI
Antes de
ocuparnos de estas preguntas que nos hemos hecho, y que hoy son percibidas de un
modo particularmente intenso, hemos de escuchar todavía con un poco más de
atención el testimonio de la Biblia sobre la esperanza. En efecto, « esperanza
» es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos
pasajes las palabras « fe » y « esperanza » parecen intercambiables.
Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la « plenitud de la fe »
(10,22) con la « firme confesión de la esperanza » (10,23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos
para dar una respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de
su esperanza (cf. 3,15), « esperanza » equivale a « fe ». El haber recibido
como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros
cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana
se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de
otras religiones.
Pablo
recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el
mundo « ni esperanza ni Dios » (Ef 2,12). Naturalmente, él
sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses
se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía
esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban « sin Dios » y, por consiguiente,
se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. « In nihilo ab nihilo quam cito recidimus » (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos)[1], dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece
sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería.
En el
mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: « No os aflijáis como los hombres sin
esperanza » (1 Ts 4,13). En este caso aparece también como
elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro:
no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida,
en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como
realidad positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo, podemos
decir ahora: el cristianismo no era solamente una « buena noticia », una comunicación
de contenidos desconocidos hasta aquel momento.
En
nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo « informativo »,
sino « performativo ». Eso significa que el Evangelio no es solamente una
comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta
hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido
abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado
una vida nueva. Pero ahora se plantea la pregunta: ¿en qué consiste esta
esperanza que, en cuanto esperanza, es « redención »? Pues bien, el núcleo de
la respuesta se da en el pasaje antes citado de la Carta a los Efesios: antes del encuentro con Cristo, los Efesios
estaban sin esperanza, porque estaban en el mundo « sin Dios ».
Llegar a
conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza.
Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y
nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro
real con este Dios, resulta ya casi imperceptible. El ejemplo de una santa de
nuestro tiempo puede en cierta medida ayudarnos a entender lo que significa encontrar
por primera vez y realmente a este Dios. Me refiero a la africana Josefina
Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II. Nació aproximadamente en 1869 –ni
ella misma sabía la fecha exacta– en Darfur, Sudán.
Cuando
tenía nueve años fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y
vendida cinco veces en los mercados de Sudán. Terminó como
esclava al servicio de la madre y la mujer de un
general, donde cada día era azotada hasta sangrar; como consecuencia de ello le
quedaron 144 cicatrices para el resto de su vida. Por fin, en 1882 fue comprada
por un mercader italiano para el cónsul italiano Callisto Legnani que, ante el
avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí, después de los terribles «
dueños » de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a
conocer un « dueño » totalmente diferente –que llamó « paron » en el dialecto
veneciano que ahora había aprendido–, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo.
Hasta aquel momento sólo había conocido dueños que la despreciaban y
maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil.
Ahora,
por el contrario, oía decir que había un « Paron » por encima de todos los dueños,
el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona.
Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a
ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el «
Paron » supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos.
Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había
afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba « a la
derecha de Dios Padre ». En este momento tuvo « esperanza »; no sólo la pequeña
esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente
amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera.
Por eso
mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue «
redimida », ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que
Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo
sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios. Así, cuando se
quiso devolverla a Sudán, Bakhita se negó; no estaba dispuesta a que la
separaran de nuevo de su « Paron ». El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo,
la Confirmación y la primera Comunión de manos del Patriarca de Venecia. El 8 de
diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las hermanas Canosianas,
y desde entonces –junto con sus labores en la sacristía y en la portería del claustro–
intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión: sentía
el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con
el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de
personas. La esperanza que en ella había nacido y la había « redimido » no
podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a
todos.