Se cuenta que un anciano analfabeto, oraba con
tanto fervor y con tanto cariño cada
noche, que cierto día un poderoso Jefe de una gran caravana lo llamo a su
presencia y le pregunto: ¿Porqué oras
con tanta fe? ¿Cómo sabes que Dios existe cuando ni siquiera sabes leer? El
anciano respondió:
Señor, conozco la existencia de Dios por las
señales que nos muestra. ¿Cómo es eso? El humilde anciano le explico: Cuando Ud.,
recibe una carta de alguna persona ausente, ¿Como sabe quien la escribió? Por
la letra, respondió el Señor. Cuando Ud. recibe una joya, ¿Como obtiene información
acerca de la persona que la elaboro? Por la firma del orfebre, volvió a
responder el Señor. El anciano sonrió y agrego: Cuando oye pasos de animales alrededor
de la tienda. ¿Cómo sabe, después, si fue un carnero, un caballo, o un buey?
Por las huellas, respondió el Señor.
Entonces el anciano creyente lo invito a salir
de la barraca y, mostrándole el cielo, donde la luna brillaba rodeada por
multitudes de estrellas, exclamo respetuosamente: Señor, aquellas señales allá
en el cielo. ¡No pueden ser de los hombre! En ese momento, el orgulloso Señor,
jefe de la caravana, le pidió permiso al anciano, y se puso a orar también
junto al anciano. Este empezó:
Dios aunque invisible a nuestros ojos, nos va
dejando señales en todas partes. En la claridad de las mañanas, en el día que
transcurre con calor del sol o con la lluvia que moja la hierba. El deja
señales cuando alguien te considera importante. Cuando alguien merece tu cariño,
o cuando alguien te dice, ¡Que Dios te bendiga!
Por eso, Señor, te diré solo dos palabras.
Quiero que sean sinceras y sencillas. En el silencio de la soledad te digo
desde lo más profundo de mi corazón: Gracias. Gracias por todo lo que me has
concedido porque te lo he pedido. Por todo lo que me has dado sin habértelo
rogado. Por todo lo que me has otorgado sin haberlo merecido. Gracias por la
salud, por el bienestar, por las alegrías y la satisfacciones, gracias también
por la enfermedad, por las penas y los sufrimientos.
Aunque me cuesta trabajo, Señor, te agradezco
esto último. ¡Tú sabes lo que haces! gracias por el rayo de esperanza que me
ilumino, por aquella mano que me levanto, por ese consejo que me guio, por
aquellas palabras que me alentaron, por esa sonrisa que me alegro, por aquellos
brazos que me recibieron. Pero sobretodo, te doy gracias, Señor, por la fe que
tengo en ti. En este tiempo, tan confuso, aunque lleno de esperanzas, es a
veces difícil de creer. Te confieso sinceramente, no siempre he sabido cómo
actuar, que hacer, a donde ir. Sin embargo, sigo teniendo fe. Te doy gracias,
porque me has llamado, porque me has levantado, porque has perdonado mis
errores. Te doy gracias, Señor, por mis amigos y por todo aquello que ignoro.
El Señor, una vez que el anciano se levanto y dio por terminada la oración,
este se le acerco y sin decir palabra, le dio un fuerte abrazo y una pequeña
bolsa con monedas, que el anciano agradeció. El anciano le pregunto: ¿por qué?
y el Señor le dijo, porque hoy tu me has
hecho ver la luz que yo no supe encontrar.
Málaga 20 de septiembre del 2013
Antonio Hurtado Moya