NO ME DES SERMONES


Quiero hacer público unas reflexiones que me vienen a la memoria, en relación a un comentario que tuve la suerte de escuchar en una panadería, entre dos señoras de mediana edad, “María vengo de Misa, y ha sido una entrar y salir, ¿Cómo quieren que no perdamos la fe, si ahora los curas no se molestan ni en decir una corta homilía?”. Y cuánta razón tiene esta señora. La palabra “sermón” tiene, de hecho, en nuestros días, un claro cariz negativo en el uso popular, y no se le puede echar todas las culpas a la falta de interés del pueblo.

En ocasiones, la homilía es demasiada larga; otras veces, toca demasiados temas sin llegar a profundizar en ninguno, por aquello de la libertad y la no meterse en temas políticos; otras son demasiado obvias y no enseña nada; y otras, es demasiado elevada. La fórmula perfecta, sin embargo, no existe. Depende mucho del tipo de comunidad que este reunida en ese momento, de las características del recinto, del tipo de celebración que este teniendo lugar e incluso del clima.

El propio Jesús, conocedor de la realidad humana, propicio un lugar idílico para dar el sermón de los sermones; el discurso de las Bienaventuranzas, el Sermón de la Montaña. Aunque seguro que también en la falda de aquel monte habría alguno que, mientras el Señor hablaba, estaba pensando en cuando acabaría el sermón porque tenía que ir a dar de comer a las gallinas. Y es que el Señor respeta nuestra libertad.

Lo que si está en manos de los Sacerdotes es preparar bien las homilías, actualizando el mensaje del Evangelio, poniéndolo en relación con las noticias que reflejan los informativos, y aportando claros ejemplos de la situación que vivimos, en la vida cotidiana, que hagan al oyente entender que la Palabra está viva y le interpela hoy; mostrando la misericordia de Dios para con el que sufre la crisis en su cuerpo y en su alma, sin omitir la denuncia de las injusticias que cometemos los hombres.

“Quiso Dios salvar a los creyentes –dice san Pablo- por la estulticia (por la tontería) de la predicación”. Y es que la homilía es parte importantísima de las celebraciones litúrgicas, porque nadie puede darse la Fe a sí mismo. Necesitamos “ser predicados”. En las homilías se prolonga la acción salvífica de la Palabra de Dios que se acaba de proclamar.

Corresponde a los ministros ordenados el celo por cuidar la predicación. Y corresponde a los fieles que las escuchan la disposición para encontrar en su día a día, en sus crisis y momentos duros de la vida, encontrar a Dios mismo que se hace Palabra a través de sus ministros y de nuestros problemas diarios; disculpando su naturaleza humana, y no recriminemos a ellos nuestra falta de Fe.

Málaga 29 noviembre del 2011

Antonio Hurtado Moya