MILAGROS A GOGÓ

San Nicolás de Toledo Por: Juan Bosco Martin Algarra (Semanario ALBA).

Los matrimonios de antaño demostraban actitudes mucho más ecológicas que los de hogaño a la hora de ejercitar el noble y bíblico imperativo de perpetuar la especie. Ni píldoras ni chubasqueros. Y cuando no podían tener hijos, tampoco recurrían al laboratorio para fabricarse uno a costa de matar a varios (como ocurre ahora, por desgracia).

Simplemente, lo pedían con insistencia a Dios. A veces los esposos acudían a la intercesión de algún santo con enchufe en estos menesteres. Y finalmente, si convenía, el Jefe de la Vida les enviaba el ansiado bebé por el canal ordinario (nunca mejor dicho eso de “canal ordinario”).

Tal fue el caso de Nicolás, llamado así porque sus padres, un matrimonio residente en un pueblecito del centro de Italia, rezaron mucho al santo obispo de Bari para que les ayudara a conseguir descendencia, lo que finalmente lograron en el año 1245.

El pequeño Nicolás, al igual que su tocayo del siglo IV, siempre propendió al silencio y la contemplación. Por eso, tras escuchar la predicación del agustino Reginaldo sobre la futilidad del mundo, decidió ingresar en la misma orden del fraile cuyo discurso le había cautivado.

Resulta que mientras Nicolás estudiaba teología, los superiores le encomendaron el reparto de limosnas a los pobres que se agolpaban a la puerta del convento. Fue tal el empeño que mostró el joven fraile en el cumplimiento del encargo, que le acusaron de derrochador. Al parecer, descapitalizó a la comunidad, como un ZP cualquiera. Por tal motivo estuvo a punto de ser destituido del oficio, pero entonces se supo que había curado milagrosamente a un bebé enfermo tras imponerle las manos para calmar el llanto de una madre desesperada. De modo que los frailes se lo pensaron dos veces antes de castigar a quien parecía receptor de una especial gracia divina. Hicieron bien: poco después de que Nicolás fuese ordenado sacerdote, una señora ciega recuperó la vista nada más haberla bendecido. Lógicamente, su fama comenzó a propagarse cual virus informático, razón por la que Nicolás quiso retirarse en un discreto y agradable convento que había conocido. Mas Dios le reservaba otro destino, y se lo comunicó justo en la capilla de ese mismo lugar, con las siguientes palabras: “A Tolentino, a Tolentino... ¡allí perseverarás!”.

¿Y qué era Tolentino? Una pequeña ciudad al este de la península itálica cuyos habitantes, divididos políticamente entre partidarios del Papa (güelfos) y del emperador (gibelinos), perseveraban desde hacía tiempo en la simpática costumbre de rebanarse el cuello mutuamente.

En este ambiente tan hostil para las personas santas y delicadas, más propio de la ejecutiva de un partido político que de una pequeña urbe medieval, Nicolás comenzó a predicar allá donde reclamaban su presencia. Y también donde no. De tal modo que muchos se tenían que tapar los oídos porque sus evangélicas palabras horadaban la conciencia de los pecadores más empedernidos, al punto que, tras escucharle, el peso de las iniquidades no les permitía conciliar el sueño. Imagínense lo que hubiera ocurrido si hubiese hablado en España desde la tribuna del Congreso de los Diputados.

Los testigos oculares también recuerdan que la eficacia de sus sermones soliviantó a uno de los líderes macarras del lugar, el cual, harto de que un fraile estuviese extirpando el odio enquistado en Tolentino, se infiltró entre el público de un sermón, acompañado por varios secuaces, con el batasuno propósito de boicotear el acto. Comenzaron a gritar y a abuchear, pero Nicolás continuó su perorata como si nada. Sorprendentemente, instantes después, la muchedumbre contempló atónita cómo el líder de la algarabía callaba y entraba en una iglesia llorando cual Magdalena, muy arrepentido por sus crímenes tras escuchar apenas unos minutos del sermón que pretendía frustrar. Nicolás, más listo que el hambre, aprovechó la oportunidad para confesarle a él y a toda la pléyade de borrokas medievales que le secundaban.

Este suceso provocó una honda conmoción en Tolentino, lugar en el que siguió trabajando hasta el final de sus días, atendiendo enfermos, convirtiendo a los pecadores y fomentando un sano espíritu de paz. Debe consignarse la tierna devoción de este santo a las almas del purgatorio, por las que ofreció sufragios durante toda su vida. Y, por supuesto, siguió haciendo milagros. En su proceso de canonización se llegaron a contabilizar más de trescientos. Voy a relatar uno, que le encantará a Bibiana Aído. Se trata del testimonio de una mujer maltratada, la misma que aseguró que su marido dejó de pegarle palizas tras escuchar las cálidas palabras del santo.

Pues no nos extraña que el cadáver de este “pobre pecador”, como él se consideraba y que murió en 1305, permaneciera incorrupto durante cuarenta años. Ni que cuando un devoto bestiajo le arrancó los brazos para usarlos como reliquias, la urna donde descansaban sus restos se llenara de sangre. Eso sí, el hombre no se quejó. Menos mal.